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Niño desconocido como Thomas Chatterton. Grabado de John Alais

Niño desconocido como Thomas Chatterton. Grabado de John Alais

 

Thomas Chatterton (Bristol, 20 de noviembre de 1752 – Londres, 24 de agosto de 1770) fue un poeta del prerromanticismo inglés. Fue tal vez el más precoz de los grandes poetas de Occidente, empezó a escribir versos a los 11 años, creó un poeta antiguo al que llamó Thomas Rowley, le atribuyó poemas  que él mismo iba inventando,  inventó su biografía, inventó unos poetas paralelos que eran amigos de Rowley, escribió la correspondencia entre ellos, los comentarios de sus obras, habló de sus traducciones, y puso a Inglaterra a asombrarse con unos poetas del pasado que en realidad iban saliendo de su mente febril y de sus manos niñas desesperadas por salvar a su familia del hambre.

Chatterton aprendió a leer pasados los siete años y murió antes de haber cumplido los dieciocho, tras haber realizado una falsificación literaria portentosa que engañó a diversos eruditos y le transformó en una legendaria figura del Romanticismo.

Fue un autodidacta de principio a fin: para lo primero usó una Biblia de grandes letras negras; para lo segundo arsénico…Antes de la Biblia, su familia lo consideraba un idiota; después del arsénico, el mundo lo considera un genio…
Porque en esa escasa década de «vida alfabetizada», el poeta se convirtió en una de las figuras mas endiosadas por el Romanticismo.

Era huérfano de padre. Expulsado del colegio a los cinco años dándolo por inútil. Se entregó a la lectura de forma febril. Según relato de su hermana, a los ocho leía todo el día, ya fuera sobre heráldica, astronomía, medicina, música, etc. Pero su voracidad no tenía por objeto el saber, sino la fama, con el fin de sacar de la miseria a su familia. Leyó unos viejos pergaminos del siglo XV que habían sido vendidos al peso por una iglesia para hacer moldes de costura y asimiló su lenguaje.

A los once años compuso la égloga Eleonure y Juga. Alegó –y le creyeron– que se trataba de un viejo manuscrito del siglo XV. Su autor –precisó Thomas– era el monje medieval Thomas Rowley, que, como es natural, no existía. Era uno de los primeros heterónimos de la historia. Siguió con sus falsificaciones medievales, y por ejemplo hizo para un conde una genealogía familiar que iba «desde la Conquista normanda hasta nuestros días», con todo tipo de referencias y notas a autoridades y libros inexistentes y la reproducción del presunto escudo de armas de la familia; ganó por ello 5 chelines. Días más tarde amplió la genealogía y se ganó otros cinco chelines.

Por entonces Chatterton ya trabajaba como escribiente de un abogado (según algunos estudiosos, en él se habría inspirado Herman Melville para su Bartleby). A Rowley se sumaron otras figuras fantásticas, aunque todas ellas con algún asidero en la historia oficial. Chatterton –declarado admirador e imitador del falsario James Macpherson– les hizo componer poemas, baladas, genealogías, biografías y autobiografías, piezas periodísticas y teatrales, sátiras. Los hizo conocerse mutuamente, escribirse cartas, editarse, anotarse, traducirse. Como Walter Scott unos años más tarde en sus novelas históricas, no temía mezclar sucesos y personajes reales en sus fábulas. Creó un mundo paralelo. Avejentó su ortografía y su papel untándolo con ocre y restregándolo contra el piso de ladrillo, y compuso un diccionario Rowley-Inglés/Inglés-Rowley basado en diversos diccionarios y obras antiguas.

 El profesor Skeat, primero en demostrar definitivamente el carácter espurio de los escritos, notó que casi todas las palabras anglosajonas utilizadas por Rowley comienzan con la letra A, de lo que deduce que Chatterton no pasó de esa letra en sus estudios. En 1769, cuando creyó estar preparado, Chatterton le escribió una carta a Horace Walpole, celebrado autor de El castillo de Otranto, enviándole un escrito que fechó en 1469. Walpole festejó el hallazgo y preguntó de dónde lo había sacado. Walpole –ya engañado antes por James Macpherson– se desentendió del asunto. Chatterton escribió un soneto acusándolo de falsario, más tarde amenazó con suicidarse (en su testamento indicaba que quería ser enterrado en una tumba medieval).

Sus amigos, creyendo que así lo salvaban, le financiaron un viaje a Londres en abril de 1770. La capital no le fue inmediatamente hostil: en poco tiempo colaboraba regularmente para varios periódicos con composiciones propias de toda índole, además de algún que otro Rowley. El pago, no obstante, era algo menos regular. En junio o julio, una pieza musical llamativamente intitulada La venganza le redituó buen dinero. Fue su primer y último gran éxito. Chatterton le envió a la familia un paquete con un juego chino de té, moldes de costura, un abanico para su madre y otro para su hermana, tabaco para la abuela y otras cosas finas. Cometió suicidio con una dosis mínima de arsénico, aunque algunas otras versiones hablan de una sobredosis de opio, el 24 de agosto de 1770.

Siete años después de su muerte se editaron las obras de Rowley. Algún historiador dieciochesco de la poesía inglesa lo puso entre los cuatro mejores poetas ingleses de la antigüedad. El presidente de la sociedad de anticuarios escribió un libro para probar que era auténtico. Recién un siglo más tarde Skeat cerró el debate, demostrando de una vez y para siempre que Rowley era Chatterton.

Pero Rowley es sólo una parte de Chatterton. Su obra verídica es tanto o más rica que la apócrifa, que apenas si pudo ser publicada. Algunas de sus sátiras (notablemente Memorias de un perro triste) no tienen nada que envidiarles a los maestros del género, y lo mismo corresponde decir sobre algunos de sus poemas. Su vida y su obra interesaron a las artistas posteriores. Herbert Croft lo incluyó en su novela epistolar Amor y locura, John Keats le dedicó su Endymion; Samuel Taylor Coleridge, una de sus monodias. El pintor Henry Wallis se inspiró en su suicidio para crear una de sus obras maestras. Alfred de Vigny compuso un drama que lleva su nombre, Chatterton, luego musicalizado por Ruggero Leoncavallo.

La muerte de Chatterton. Ilustración de Henry Wallis (1830-1916)

La muerte de Chatterton. Ilustración de Henry Wallis (1830-1916)

DESPEDIDAS

«Adiós, Bristol, inmunda ciudad de ladrillos.
Amantes de la riqueza, adoradores del engaño,
Rechazaron a puntapiés al niño que divulgó
Viejas acusaciones,
Y que por aprender pagó con una fama vacía.
Adiós, Gobernador, sigue tragando idiotas
Con tus eternas armas de corrupción.
Me voy donde soplan himnos celestiales,
Pero tú, cuando mueras, te hundirás en el infierno.
Hasta siempre, Madre: acaba, por fin, mi alma
Angustiada.
No permitas que me equivoque.
Ten misericordia, Cielo, cuando deje de vivir.
Y perdonen este último acto de miseria». 

-Thomas Chatterton

Thomas Chatterton es uno de los cadáveres más famosos de la historia, aunque nació en la clase equivocada y nunca logró salir de ella, aunque vivió apenas diecisiete años y sufrió desde que llegó hasta que abandonó este mundo. Su madre cuidaba una iglesia en Bristol, su padre había muerto antes de que él naciera. Lo mandaron a la escuela para pobres de Bristol, de donde regresó con escaso futuro a los catorce años y empezó a trabajar para un copista de la ciudad, que no le pagaba ni una moneda: sólo le daba alojamiento, comida y ropa vieja, como a sus otros criados. En esas ásperas condiciones, el joven se las arregló para inventar el inexistente monje medieval llamado Thomas Rowley, le adjudicó una serie de poemas, que redactó él mismo, en estilo y caligrafía impecablemente góticos, sobre unos pergaminos que su abuelo había encontrado accidentalmente en los sótanos de la iglesia que cuidaba. Gracias a ellos, el impetuoso Chatterton pudo dejar Bristol y llegar a Londres dispuesto a conquistar la ciudad con su pluma. Seis meses después su casera lo encontró muerto en el altillo que alquilaba.

El cadáver seguía tibio cuando empezó a tejerse la leyenda. Mientras la población masculina reunida en la taberna adjudicaba el suicidio a la evidente insanía del muerto (cosa que permitía explicar todas las excentricidades de Chatterton, desde “sus amenazas de hacerse mahometano” hasta sus falsificaciones medievales, su bizarro gusto para vestir e incluso su vegetarianismo), las chicas del burdel de abajo aseguraron que el muchacho había muerto de hambre porque el panadero de la cuadra le había negado “una hogaza a crédito”. La madame afirmó que lo había oído sollozar toda la noche, mientras sus pasos iban y venían de un extremo al otro de la habitación. Una vecina que logró colarse junto al policía que forzó la puerta dijo que el cadáver yacía a medias caído de la cama, con expresión angelical y rodeado de papeles rotos, “no mayores que una moneda de seis peniques”. Y el boticario confesó compungido que la tarde anterior le había vendido al muchacho un poco de arsénico y láudano. En los días siguientes, no sólo las pupilas del burdel, sino ya todas las muchachas de la zona hablaban de la fulminante belleza, el carácter indómito y las proezas amatorias del finado.

Chatterton es el primer caso de un poeta en el que importan menos sus versos que su vida, y su muerte. A partir de él se acuñaron las palabras “bardolatría” y “literaturicidio”. Menos de un año después de su muerte, Alfred de Vigny estrenó en París su obra de teatro sobre Chatterton y Goethe publicó Las tribulaciones del joven Werther y comenzó una verdadera epidemia de suicidios de jóvenes en toda Europa. Chatterton era el patrón por el cual medían su desesperación. Juventud, poesía y alienación se hicieron sinónimos. El suicidio se convirtió en el supremo gesto de desprecio hacia el insípido mundo burgués.

Curiosamente, si Chatterton hubiera seguido escribiendo se habría convertido casi con seguridad en su propia antítesis: de hecho, al llegar a Londres ya había dejado atrás su escritura “gótica” y virado hacia el estilo de moda por entonces en la metrópoli, la sátira en verso. Con esa paradoja en mente, un bisoño egresado de la Universidad de Bristol llamado Nick Groom se sumergió hace diez años en la iconografía chattertoniana y emergió hace muy poco con un veredicto hasta para él mismo decepcionante: Chatterton no se suicidó. El informe del forense admite la presencia de arsénico y láudano en el cuerpo, pero aplicados para curar una gonorrea que tenía el muerto. Aparentemente Chatterton habría incurrido en una sobredosis accidental. No sólo en su nutrida correspondencia londinense sino en los papeles que quedaron en su habitación y fueron enviados a su familia hay el menor signo de depresión suicida. Al contrario, Chatterton cuenta en ellas que estaba ganando buen dinero, fruto de las treinta piezas que logró colocar en siete periódicos de Londres antes de llegar y otras veinticuatro que entregó en los meses previos a su muerte, además de vender un drama musical en cinco guineas (cuando una libra alcanzaba para alimentar a una familia entera durante una semana) y aceptar una jugosa comisión para escribir un libro por encargo.

En cuanto a la lluvia de papeles rotos que había en torno del cadáver, no se debió a que Chatterton destruyera toda su producción literaria antes de morir, como decía el mito, sino que era práctica habitual suya romper en pedazos bien pequeños todo lo que escribía y no le gustaba (para que nadie pudiera robarle los versos que él descartaba por malos). Groom cuenta además que Chatterton no se hubiera privado bajo ningún aspecto de dejar una nota en caso de suicidio ya que, en sus tiempos en casa del copista en Bristol, dos veces habían hallado notas suicidas de su puño y letra en lugares bien visibles de la casa (de hecho ésa fue la razón por la que terminaron despidiéndolo y se marchó a Londres).”

 

LA BUHARDILLA DE THOMAS

Y tan pronto amanece,
cada vez más intensa, la roja cabellera
mana sobre su rostro.

(Encantadora curva
la del cuello que emerge del entreabierto escote).

La arrugada blancura de la amplia camisa
muestra el brazo que pende hasta el entarimado
donde, pálidamente,
se fruncen, rotos, todos los poemas.

(La usada tela, tan lisa como el hombro
que descubre, dulce resbala).

Excepto los papeles por el suelo esparcidos
está la habitación en riguroso orden:
incluso se acostó sin deshacer la cama.

(Parece muy cansado, tan minuciosamente,
con tanta saña y con tanta pena
desgarró cada línea de escritura…)

Ya desde el tragaluz desciende el ámbar.
Se afilan y se encrespan los contornos
y el color justo adquieren.

Y al fin sabe que, salvo la boca
tan horrorosamente contraída,
que salvo el tinte azul de sus mejillas ralas,
el muchacho es hermoso.

Autor: Ana Rossetti