De 1995 a 1998, Alonso Salazar se dedicó a rastrear la vida de Pablo Escobar como un detective. Habló con otros capos, con sus matones, sus cocineros y sirvientes, con su mamá y otros familiares. Recorrió la geografía por la que se movió. Se leyó todos los archivos existentes sobre él. Corroboró todos los rumores. Luego, se dio dos años más para darle forma a su investigación.
«Sentí que para contar una historia más auténtica de lo que había pasado en Medellín había que hacerlo por medio de ese protagonista tan ineludible», asegura el exalcalde de Medellín, quien antes de su incursión en la política se conoció como autor de No nacimos pa’ semilla (1990), el recuento que desnudaba ese carácter tanático a través de los jóvenes pandilleros de las barriadas de Medellín. Luego, para darles sustento teórico a sus hipótesis, escribió De drogas y narcotráfico en la sociedad colombiana (2001). Hoy, está sorprendido de que su libro La parábola de Pablo, del que se ha dicho que es la mejor biografía del capo, después de 11 años de publicado esté de nuevo en los primeros lugares de ventas. Y tiene que ver con que es el texto usado por los guionistas Juana Uribe y Camilo Cano para darle forma a la serie de televisión Pablo, el patrón del mal.
La parábola de Pablo es fundamental. Hace memoria y ayuda a entender la génesis de cómo los dineros de la droga pervirtieron a la sociedad colombiana y llegaron hasta las más altas esferas del poder. Con el capo, el secuestro, el terrorismo, las autodefensas y la corrupción como método tomaron vuelo en Colombia. Para Salazar, «Escobar es producto de este país».
Escobar el mito
Apartes de un escrito de Alfonso Salazar Jaramillo para la revista Universo Centro
A mí no me gusta decirle Pablo. De cuenta de Escobar mucha muerte nos invadió, y otra tanta se proyectó sobre el país. Y lo recuerdo como un truhán que afectó nuestra vida y jodió la sociedad. Tuvimos que desafiar sus toques de queda para ir a un concierto de salsa. Pero a mi pesar, a pesar de muchos, Escobar se convirtió en mito. Y como todo mito purifica sus horrores, maximiza sus generosidades y desdibuja el entorno y la historia.
¿Cómo un personaje se hace mito? No hay respuesta. Pero si se sabe que no es cuestión de que alguien se proponga ser mito, no es una labor que puedan lograr los medios de comunicación. Solo una insondable alma social tiene la capacidad de decir quien entra a ese reino de pocos. Y esa alma social (la de la historia) es injusta, tiende a favorecer a los malvados, a estos genios del mal que saltan los límites.
Los medios de comunicación no logran imponer los mitos, aunque vivan de ellos, aunque le devuelvan a la masa el banquete que quiere consumir. Si fuese por el poder mediático muchos buenos personajes enaltecidos podrían ser míticos, pero están en el olvido.
Pablo se resiste a morir. Tal vez por sus millones, que prometían pagar la deuda externa de Colombia, muchos no pueden concebir que no pudiese pagar por la pantomima de su muerte para seguir orondo en el mundo. Una panza zarandeada en un techo bajo una hirsuta barba encostrada de sangre no logra ni remota concordancia con la imagen del capo de ojos pequeños y mirada serena. Por eso se empeñan en imaginarlo retirado, ahora sí tiernamente, en una finquita sencilla; no vaya a ser que los lujos lo delaten. O por ahí repartiendo plata a los pobres; pero sólo a los discretos.
A Pablo le endilgan todas las virtudes de la astucia; de los pactos naturales y sobrenaturales. Escobar como muchos otros son encarnaciones del mito del bandolero inmortal. Están vivos, es cierto. Aún más: ejercen la fascinación del mal. Como chivos expiatorios de nuestras propias claudicaciones y terrores, los convertimos en corderos de nuestra perversión. Hay que mantenerlos vivos para que, así sea en una acción imaginada, se sigan ocupando del sucio trabajo que nuestras mentes se empeñan en urdir. Porque Dios, siendo una aspiración y un ideal, también se nos antoja distante a nuestra naturaleza.
Siendo honestos, en ninguna persona confluye el mal absoluto ni el bien absoluto; y es probable que haya más cosas en común entre Teresa de Calcuta y Pablo. Por ejemplo: el sentido mesiánico que atribuían a sus vidas. Las vidas de los santos nos hablan con frecuencia de seres depravados que se elevan desde el fango a los altares. Ambas son una pasión profética. Bastaba ver los ojos de Carlos Castaño para vislumbrar el asunto. Tal vez nos privaron de un potencial santo.
La pasión por el bien, o por lo que creemos que es el bien, se puede volver tan excluyente, intolerante e infame como la pasión por el mal. Se confunden. Con frases como: «Los buenos somos más» o «Quien no vive para servir, no sirve para vivir» o la famosa trinidad del trabajar, se han justificado y se justifican estigmas y muerte. O digamos mejor: limpiezas.
Estimo que si la verdad existe, no existe como discurso. Pero se sigue creyendo que es así. La vida, volátil y variopinta, seguirá fluyendo pese a las mentes que prefieren montar caballos de paso y acariciarlos en los establos a contemplar el centelleo libre de los potros salvajes en las praderas.
Pablo, sigue vivo porque sus genes flotan como esporas y los respiramos los buenos que somos más.