El libro de Furber no se consigue en su original idioma, sin embargo en Argentina, una pequeña imprenta llamada Mondatordi, publicó el libro traducido por Mariana Lotti y lo tituló Daphne. La vida de Furber entreverada en los versos de los poemas hacen de este corto libro una lectura fascinante. Los poemas reconstruyen de alguna forma, la vida de este cantante, poeta y vagabundo que terminó sus días como un ejemplar padre de familia gracias al poder redentor del amor.
Se trata de elegir,
siempre se trata de elegir
y cada día, cada momento del día,
es un jodido cruce de caminos
donde no hay más señales
que tu intuición,
esa brújula donde las vísceras
imantan el norte.
Viví un tiempo en que bajo cada día,
como bajo cada piedra de Sonora,
se escondía un maldito escorpión
agazapado en la sombra.
Llegó un momento
en que corría tanta sangre
como ponzoña por mis venas.
Cualquiera hubiera jurado entonces
que me quedaba de vida
lo que a un perro sarnoso.
Aún me sigo preguntando
de dónde diablos saqué fuerzas
para desangrarme el pasado.
Hay aún quien recuerda mis canciones.
A veces incluso me piden
que vuelva a cantarlas.
Pero ya pienso que son de otro.
Hasta he olvidado muchas de sus letras.
He vuelto, eso sí, a escribir casi a escondidas.
Pero de otras cosas.
Sobre el armario de la habitación
se han ido apilando, poco a poco, las cuartillas.
Daphne nunca me preguntó qué eran.
Pero el día que cogí de nuevo la guitarra
y le puse música a uno de esos papeles,
me dedicó una de las mejores sonrisas
que nunca le haya visto a la vida.
Daphne perdió a su hombre en Corea.
Jimmy acababa de nacer entonces.
Nunca lo conoció.
Nunca se hicieron los tres juntos una foto.
Daphne no habla de él.
Pero el crío me enseña a veces
la medalla que el ejército
le concedió a su padre.
Murió en combate.
Era un tipo guapo, rubio.
El muy cabrón
jamás se hará ya viejo.
Hay días en que pienso
que la vida no se ha cebado como parece
con Daphne y Jimmy.
Guardan en su corazón
la memoria de un héroe de guerra
y tienen su casa al cuidado
de un perro fiel al que recogieron
después de un atropello.
Yo mismo, Stephane Furber.
El viejo Kingsley viene a menudo a la tienda.
Arrastra una silla hasta la ventana
y conversa lo justo
mientras les mira el trasero a todas las mujeres
que se pasan por Broad Street.
Dicen que fue un auténtico toro de joven.
Los años le han ido domando las prisas
pero aún mantiene esas ganas intactas
de los tipos a quienes les sobran
los buenos recuerdos.
Cuando Daphne le anda cerca,
el viejo apura tanto la calada de su cigarro
que el humo le provoca
una tos larga y seca.
El aire las batía
como palmas de espectadores
en torno a un ring de boxeo.
Tan atenazante es a veces el abandono
que ni siquiera nos conmueve
el estruendo de una grada.
Sobre el suelo se hicieron
de golpe añicos los vidrios.
Al sexto o séptimo asalto
todo acabó en un fuera de combate.
Cuando el público desalojó el estadio
había sangre en la lona
y ceniza de cigarros por el suelo.
Pero tampoco entonces
se me abrió un resquicio
de lástima en los ojos.
Llevaba años sin saber de él
pero lo reconocí nada más verlo.
Siempre fumó del mismo modo,
levantando la barbilla
y echándole el humo con desdén al mundo.
Recorrió un montón de millas para encontrarme,
alguien le había hablado de dónde vivía
y a qué me dedicaba.
Quizás sólo vino por ver si era cierto,
por saber si su viejo amigo,
aquel cantante de voz oscura y mala bebida
madrugaba todos los días
para vender piensos y cortacéspedes
en un galpón de un pueblo perdido en el oeste.
Dejé un cartel a la entrada
avisando de que volvería pronto.
Nos tomamos juntos una cerveza en la cantina.
Apenas si supimos de qué hablar.Stephane Furber, Daphne.
Editorial Mondantordi, Argentina, 2007.
Traducción de Mariana Lotti.